Los primeros libros consistían en planchas de barro
que
contenían caracteres o dibujos incididos con un punzón. Las primeras
civilizaciones que los utilizaron fueron los antiquísimos pueblos de
Mesopotamia, entre ellos los sumerios y los babilonios. Mucho más
próximos a
los libros actuales eran los rollos de los egipcios, griegos y
romanos,
compuestos por largas tiras de papiro —un material parecido al papel
que se
extraía de los juncos del delta del río Nilo— que se enrollaban
alrededor de
un palo de madera. El texto, que se escribía con una pluma también
de junco,
en densas columnas y por una sola cara, se podía leer desplegando el
rollo.
La longitud de las láminas de papiro era muy variable. La más larga
que se
conoce (40,5 metros) se encuentra en el Museo Británico de Londres.
Más
adelante, durante el periodo helenístico, hacia el siglo IV a. C.,
los
libros más extensos comenzaron a subdividirse en varios rollos, que
se
almacenaban juntos.
Los escribas (o escribientes) profesionales se dedicaban a
copiarlos o a escribirlos al dictado, y los rollos solían protegerse con
telas y llevar una etiqueta con el nombre del autor. Atenas, Alejandría y
Roma eran grandes centros de producción de libros, y los exportaban a todo
el mundo conocido en la antigüedad. Sin embargo, el copiado a mano era lento
y costoso, por lo que sólo los templos y algunas personas ricas o poderosas
podían poseerlos, y la mayor parte de los conocimientos se transmitían
oralmente, por medio de la repetición y la memorización. Aunque los papiros
eran baratos, fáciles de confeccionar y constituían una excelente superficie
para la escritura, resultaban muy frágiles, hasta el punto de que, en climas
húmedos, se desintegraban en menos de cien años. Por esta razón, gran parte
de la literatura y del resto de material escrito de la antigüedad se ha
perdido de un modo irreversible. El pergamino y algunos materiales derivados
de las pieles secas de animales no presentan tantos problemas de
conservación como los papiros. Los utilizaron los persas, los hebreos y
otros pueblos en cuyo territorio no abundaban los juncos, y fue el rey
Eumenes II de Pérgamo, en el siglo II a. C., uno de los que más fomentó su
utilización, de modo que hacia el siglo IV d. C., había sustituido casi por
completo al papiro como soporte para la escritura.
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